CATASTROFIZACIÓN

Por: Rodolfo Godoy (@RodolfoGodoyP)

“No llores más Nube de Agua, silencia tanta amargura, 
que toda leche da queso y toda pena se cura. “ 
Simón Díaz

El mundo está sumido en las tinieblas, en la incertidumbre, en el miedo. Un hombre camina en una explanada, y es tan inmensa que hace mucho más pequeña su figura. Va sin compañía; marcha solo en una tarde desapacible, bajo una pertinaz llovizna que lo moja. Lleva un andar cuidadoso y por su ritmo escorado entendemos que su marcha desconfiada es porque carga todo el peso de una larga vida sobre sus hombros. 

Va solo, no hay apoyos materiales en esa vasta extensión que le alivien su travesía, lo cual hace más evidente la “radical soledad” que refiere el maestro Ortega. Inmerso en ella como va aquel anciano y envuelto en un estruendoso silencio, hace más sobrecogedor su ir como le sucedió al coplero Florentino quien “…por el ancho terraplén caminos del Desamparo, desanda a golpe de seis…”. 

Es un momento aciago para la humanidad entera, porque aunque el mundo ha vivido durante toda la historia momentos muy difíciles – guerras, hambrunas, terremotos, incendios – nunca habíamos tenido la certeza y la evidencia de que la catástrofe nos llegara a sacudir a todos y al mismo tiempo. El miedo se esparce como la noche, ineluctable. El enemigo es invisible y no discrimina, no hay cura, pero si nombre: la peste. 

En contraste con la situación y el escenario de ese cenizo atardecer romano, aquel anciano irradia luz; es un ser luminoso, pero no únicamente porque va totalmente vestido de blanco entre la bruma de la tarde que despinta su alrededor, sino que es luminoso porque va a cumplir una misión: llevar un mensaje de alivio a los sufridos – que somos toda la humanidad -, portando una luz en la oscuridad. Va al encuentro de la esperanza. 

Es Francisco, el papa, quien hablándole a la ciudad de Roma y al mundo entero, evoca en esa tarde lluviosa aquel pasaje bíblico que describe la paralizante duda de aquellos hombres rudos que sintieron pánico al ver anegarse la barca que los trasportaba, y que aunque piden ayuda a su Maestro y necesitan de su auxilio, su solicitud está tan impregnada de soberbia que le reprochan su indiferencia frente al peligro que corren. Da igual, el Rabí los salva de perecer ahogados. El mundo, hoy atribulado y paralizado por el miedo, también navega en esa barca; y el hombre –al igual que aquellos discípulos- está indefenso y desvalido frente al peligro que lo acecha porque ha perdido para su viaje lo más valioso de su porsiacaso: la esperanza. 

Al vernos superados por esta situación de descalabro mundial, las seguridades que hemos construido para nosotros (el dinero, la tecnología, las cirugías estéticas, los alimentos orgánicos, etc.) no son suficientes para explicarnos la situación, ni mucho menos para protegernos de la amenaza, ya que no son capaces de darnos respuesta en las actuales inquietudes, pues todas ellas son falsas seguridades. Pueden tener el efecto de distraernos un rato de la tragedia, pero al ser finita la existencia de todas esas cosas, es igualmente finito el alivio o la distracción que pueden proveernos. Y es entonces cuando volvemos a toparnos de bruces con el meollo del asunto: nuestra ostensible pequeñez frente a eventos que nos desbordan como seres humanos y nuestra radical soledad frente a ellos.

A la peste, en el caso de Venezuela, se suman las muy deterioradas y pre – existentes condiciones sociales, políticas y económicas a la que están sometidos todos sus habitantes. La precaria situación es de tal magnitud que derrumba la falsa seguridad de que la holgura económica es el antídoto para todos los males: “más dinero es igual a más felicidad”. Incluso nuestros compatriotas que están en mejores condiciones económicas, también sufren por la situación política y social del país, y padecen el mismo temor al contagio que sufren los más desposeídos. El miedo es transversal. 

Pero lo más preocupante no es la precariedad material sino la “visión catastrófica” que se percibe en muchos venezolanos y que se expresa a través de las RRSS y de los medios de comunicación. Esa “distorsión cognitiva”, como la define el eminente psicoterapeuta norteamericano Albert Ellis, que consiste en imaginar y en desarrollar teorías y escenarios sobre el peor resultado posible, sin importar lo improbable de su ocurrencia; 
o pensar que la situación es insoportable o imposible de tolerar, sin dejar un resquicio para la luz, para la esperanza. Es, en resumen, una visión que doblega a las personas y las hace darse por vencidas, incluso antes de empezar. 

Al evaluar sin prejuicios la historia reciente de nuestro país se incrementa la convicción acerca del robusto tamaño de las reservas morales que exhibe nuestro pueblo para afrontar la desventura; y esta afirmación que podría parecerle a muchos una entelequia, se cimienta en la incontestable experiencia de que los venezolanos han desarrollado un superior nivel de resiliencia con una alta tolerancia a la frustración, producto de muchos años de contrariedades, decepciones, sobresaltos y tiranteces, que le permiten afrontar el futuro, por muy adverso que parezca, en mejores condiciones que cualquier otra nación, ya que está largamente entrenado para combatir y superar cualquier escenario adverso. 

Estos tiempos pandémicos tendrían que ser la oportunidad propicia para convocar y fomentar una esperanza con bases macizas; no con postureos ni con ladinas seguridades, que nos capaciten para ejercer esa esperanza “diligente” que es antagónica con aquella de vigilia inoficiosa o inactiva; y lograr que, en medio esta soledad del hombre, exacerbada por la peste, seamos capaces de accionar la esperanza entendiendo que hay gente que sufre más que nosotros y que necesita de nuestro concurso activo para paliar sus carencias. 

Ojalá y esta hora brumosa y densa que encapota al mundo, sea tiempo propicio para salir de nosotros y entrar en la otredad que nos permita la búsqueda de soluciones, acompañar al prójimo y brindar alivio material o espiritual, porque no es razonable que nos quedemos atrincherados en la crítica y en el deseo del fracaso ajeno que, en muchos casos, aunque se enmascare, será también el nuestro. 

Ejerzamos la Esperanza.