OPINIÓN

LA DEMOCRACIA TUMULTUARIA

Por: Rodolfo Godoy Peña

“La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”

Winston Churchill

Mientras se discute sobre Democracia en foros intelectuales y no tan intelectuales, se va incendiando nuestro mundo. Sin importar el signo político, ni la configuración étnica; durante los últimos tiempos, en nuestra América Latina, pero también en el gigante del norte –pretendido ejemplar de democracia occidental-, se vive de convulsiones y sobresaltos, valen tanto las protestas en Santiago como las convulsiones en Seattle, las masacres en Colombia como las ejecuciones extrajudiciales en Venezuela, de modo que cabe preguntarse: ¿es posible que la Democracia haya perdido eficacia?

El dique de contención, que debe ser en una sociedad organizada el marco jurídico, pareciera un traje mal diseñado, del cual tenemos que liberarnos a riesgo de quedar desnudos, y que aun cuando no se adecua perfectamente a nuestra anatomía –como pasa con los zapatos nuevos-, el desecharlos nos deja en peor posición que la incomodad que acarrea usarlos. En decir de Jaques Maritain: “….la masa como tal es, en la hipótesis, el sujeto propio de la soberanía; y de hecho, la masa carece de discernimiento político, salvo en las cosas muy simples y fundamentales, donde el instinto de la naturaleza humana es más seguro que la razón, de modo que pareciera que el equilibrio de los derechos no se contiene en  la frontera del derecho del otro; sino que, por el contrario, se vuelven un amasijo de deseos y anhelos, que en vez de ser canalizados por el andamiaje jurídico, resultan en la ley del más fuerte, de aquel que logra primar en su deseo convirtiéndolo en  derecho, aun cuando se atropelle el bienestar colectivo.

Así, pareciera, que la democracia en las sociedades modernas se sustenta en la soberanía de las pasiones, en donde la razón y el derecho actúan como elementos que atentan contra el libre albedrio por lo cual hay que erradicarlos con ferocidad anarquista. Y, todo ello, en aras de buscar “la mayor suma de felicidad posible” a la que está llamado todo buen gobierno, como si una masa denominada pueblo, fuera no el objeto del bienestar ansiado, sino el sujeto al que sus deseos se debe obedecer, sin cortapisas, aun cuando este ejerza una libertad sin responsabilidad y vaciada de verdad.  Ese marasmo popular, esa infantilización de la vida en la polis, esa permanente sensación de frustración grupal por no ser obedecido en sus  deseos, conlleva por una parte a la lógica actitud de rebeldía – violenta en muchos casos – de la masa; y, por otra, a la complicidad por parte de los líderes políticos en el debilitamiento de los elementos contenedores de la democracia, pues pasan de su privilegiada obligación de ser ductores de la sociedad, a la infame actitud de soliviantar las pasiones de las mayorías en búsqueda del rédito electoral.

La defensa de lo justo y lo bueno se ha convertido en batalla verbal y, en el peor de los casos, física,  para soliviantar a las masas tal cual riña tumultuaria, que deja a su paso destrozos y desolación sin determinación de responsabilidad individual, en donde la verdad, la razón, el diálogo, la negociación y el respeto por las normas del juego democrático – en resumen la Política– , pasan a ser unos conceptos vacíos, que parecieran no tener respuestas a las demandas del colectivo; de modo pues que el rearme democrático debe empezar por el verbo, y que los gobiernos y los líderes políticos se dispongan a remover la “cultura de la cancelación” para aceptar la dialéctica y el combate civil que priorice, no la extinción del otro ni de sus ideas como solución al disenso, sino empezar a reconstruir el imperio de la razón, basándose en el respeto y en el reconocimiento de la otredad.

En democracia, el marco legal no solo sirve para la defensa de las masas, también sirve para la contención del poder. Los líderes actuales entienden que basta con interpretar la “voluntad” del pueblo, para darle un “palo a la lámpara”, según su leal saber y entender por el hecho de que cada uno de ellos “es” la voluntad de las masas, reacomodando la afirmación del “L’État c’est moi” con la de “La Democracia soy yo”. 

En el caso venezolano me atrevo a afirmar que el golpe final a la democracia republicana no fue la intentona insurrecta de Hugo Chávez, así como tampoco lo fue el enjuiciamiento del presidente Carlos Andrés Pérez; el primero por fallido y el segundo por haberse canalizado a través del andamiaje jurídico -caso donde la democracia intentó dar respuesta a las convulsiones sociales, políticas y militares del país, haciendo un rito sacrificial de la primera autoridad del país- ; sino que el golpe deletéreo fue realizado por la Corte Suprema de Justicia que formaba parte de esa democracia  a la que estaba llamada a defender, cuando decidió la convocatoria de una reforma constitucional solicitada por el ya presidente Chávez, con base en la soberanía “originaria”, pero fracturando irremediablemente nuestro pacto fundamental.  Inoculado el veneno, solo bastaba esperar.

Ese episodio abrió la espita, que después se convertiría en inundación, para la anarquía y la disolución de la democracia que sufrimos en Venezuela, pues la pasión convertida en voluntad tuvo sustento judicial, donde no había el jurídico.  Tal cual como lo manifestó el mismo presidente Chávez, cuando recurría al símil de que “el pueblo es un rio crecido”, figura grandilocuente que sin dejar de ser atractiva por la imagen de poder y de fuerza que transmite, omite lo ineluctable del fenómeno: cuando las aguas vuelven a su cauce lo que dejan a su paso es destrucción.

Necesario es hacer votos para que Venezuela, la deseada, se enrumbe por la senda de la sindéresis, como el proceso necesario que debe mejorar al país; ese que, al decir del maestro Gallegos, es un país de “…tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera”, y para ello, debemos poner a nuestra maltratado país en el centro de nuestros desvelos, desvelos por lo real, por el ser humano, desvelos por la patria como realidad y no como abstracción; o del poder como fin y no como medio, sino un desvelo sin descanso –fáctico, hacedor- para aliviar esa espera de un pueblo apabullado y que se convierta en futuro ancho y promisorio.  

@rodolfogodoyp

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