OPINIÓN

De antaño

Por: Linda D´ambrosio

A través de la tapa de un azucarero, más o menos ramplón, asoma el mango profusamente decorado de una cuchara de plata. La contemplo con cariño y me detengo a evaluar su altorrelieve y a tratar de establecer si hay algún rasgo que la emparente con otras piezas de la cubertería de la casa. Poco probable: recuerdo que la cuchara, así como un angelito de Rosenthal, fueron rescatados para mí cuando “desmontaron” la casa de mis bisabuelos en Maracaibo, Pirineos.

Nunca estuve en esa vivienda que, sin embargo, era el escenario de gran parte de las historias familiares que escuché durante mi niñez. Daniel Hernández Luengo dice de ella en uno de sus libros, tras explicar que había sido concebida como lugar de retiro: “La extensión del terreno del inmueble donde estaba ubicada la propiedad era de más de una manzana y media. Estuvo situada aproximadamente entre la calle 83 con avenida 4 Bella Vista, hasta las inmediaciones de la Funeraria del Zulia, muy cerca de la casa del reconocido poeta y escritor Aniceto Ramírez y Astier”. Yo nunca la vi más que en fotos.

Tomo conciencia de que repetí el gesto, muchos años más tarde, cuando falleció el padre de ciertos amigos en Caracas. Su viuda se trasladó a otro lugar y vaciaron el apartamento en el que habían vivido los últimos años. Yo había soñado con conocer a esa pareja, de la que el modo de ser de sus hijos decía tanto, y nunca pudo ser, viviendo como vivíamos en dos países distintos. La clausura de esa casa representaba el fin de un estilo de vida, de una época, hasta de un país que pervivía en mi corazón. También pedí, en esa ocasión, que reservaran un pequeño objeto para mí, algo menor, que no tuviera mucho peso para ellos.

Creo que me distingo por el desapego a las cosas materiales. Ni siquiera me he esforzado por conservar cosas que en algún momento fueron mías. Llegué a España con lo que cabía en una maleta y, cuando llegó el momento de vaciar mi propia casa en Venezuela, fue mi esposo quien lo hizo, cribando lo que conservaríamos con una cabeza seguramente más objetiva que la mía. No es indiferencia: es sencillamente, la conciencia de que las cosas materiales pueden perderse, deteriorarse, mientras lo que llevamos en el corazón nunca nos podrá ser arrebatado.

Cuando se ha pasado reiteradamente por el proceso de cerrar las casas de familiares desaparecidos, sabemos cuántas de las cosas que aparecen en armarios y cajones carecen de significado para nosotros: fotografías de personas desconocidas, cartas cuya firma nos resulta del todo ajena, objetos aparentemente inútiles y que, sin embargo, fueron conservados hasta su último día por sus propietarios. Decidir el destino de estas pertenencias resulta extremadamente difícil, sobre todo cuando nos embarga un sentido de respeto por el valor que hubieran podido tener para el difunto.

Pero, pese a mi aparente insensibilidad, los dos objetos que he mencionado tienen para mí muchísimo valor, quizá porque provienen de dos casas que nunca visité, y pasan a ser la prueba física de que todo aquello que yo había oído contar no era ficción. Son, hasta cierto punto, como el guante negro que le confirma a Ricardo, en La barca sin pescador, que, efectivamente, alguien ha visitado su oficina. El personaje de Alejandro Casona se plantea, en el Primer Acto: “Cuando tú sueñas con un árbol de manzanas, no te encuentras una manzana al despertar, ¿verdad?”

Y es que, pese a mi espíritu minimalista, estos pequeños objetos me confirman que no ha sido un sueño, que aquel país existió y, de vez en cuando, me remiten, con contundencia, a quienes son importantes en mi corazón.

Linda.dambrosiom@gmail.com

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