OPINIÓN

Los maltrechos de la justicia

Por: Daniel Godoy Peña

Hace una semana se cumplió el tercer aniversario de la muerte de Fernando Albán, quien fue concejal de Caracas, dirigente político, líder del municipio Libertador, un buen amigo, padre de familia y un hombre que dedicó la mayor parte de su vida al servicio a los demás. Fernando fue, sin duda, un hombre que se dedicaba a la política para servir a los demás y no para servirse de ella.

No pretendo dedicar estas líneas única y exclusivamente a la memoria de mi amigo Fernando, pues no serían suficientes. Estoy convencido que cuando se haga justicia se escribirán incontables letras no solamente sobre él, sino también acerca de muchos otros venezolanos que han muerto en extrañas circunstancias bajo la custodia del Estado y que hasta la fecha no han sido aclaradas; o que han perdido su vida como consecuencia del uso desproporcionado de la fuerza para controlar manifestaciones y que las instituciones del Estado encargadas de las investigaciones pertinentes no han resuelto con la prontitud imprescindible para establecer las responsabilidades.

Lamentablemente, y hasta que no  tengamos un sistema judicial imparcial, autónomo y que castigue con todo el peso de la ley a quienes perpetren, ordenen u oculten actos de violencia que atenten en contra de la seguridad, integridad física y la dignidad de un detenido, no puede extrañarnos lo que ha ocurrido en los últimos años con respecto a detenciones arbitrarias, exceso de violencia o muertes en extrañas circunstancias; y es que para entender esta situación hay que despojarse de los prejuicios políticos que tenemos y entender la gravedad que comportan las detenciones políticas sin el debido proceso, los retrasos judiciales para los opositores sin justificación alguna, la tortura, el aislamiento en condiciones inhumanas, el negar o retrasar los cuidados médicos a los presos que por su edad o condiciones de salud así lo requieran, negar a los familiares y abogados la información necesaria sobre la condición física y emocional del detenido, etc., todo lo cual atenta gravemente contra los derechos fundamentales de cualquier ser humano.

Frente a estas atrocidades debemos hacer causa común en buscar una solución que termine con estas prácticas y que marque un nuevo rumbo en el resguardo y protección de los derechos humanos. En Venezuela, por ejemplo, son famosos los casos de Fabricio Ojeda y de Jorge Rodríguez (padre), quienes fueron víctimas de la violencia, la tortura y luego asesinados por los gobiernos de turno, y que fueron casos que no solo conmocionaron a la opinión pública nacional, sino que el hecho de que no se les impusieran a los responsables, tanto materiales como intelectuales, las penas correspondientes dejaron abiertas unas heridas que a pesar del paso de los años se han vuelto difíciles de sanar.

Uno de los casos que más ha estremecido al país y que sin duda alguna es uno de los tantos ejemplos de cómo bajo ninguna circunstancia se puede hacer uso desmedido de la fuerza –ni siquiera en el caso de una grave situación de alteración del orden público- fue el asesinato de Juan Pablo Pernalete, joven estudiante de 20 años que murió el 26 de abril de 2017 como consecuencia del impacto de una bomba lacrimógena que le fue disparada en el pecho por un efectivo militar y que le causó un traumatismo que le destrozó el corazón.

La muerte de Juan Pablo dejó un vacío en sus padres que por razones obvias es imposible de llenar, pero abrió también una herida en nuestra sociedad que no nos puede dejar indiferentes. A sus padres se les ha negado el acceso completo a su expediente, y hoy en día de acuerdo a la información suministrada por el Ministerio Público, hay 12 imputados que se encuentran todos en libertad. Si bien es cierto que no habrá ninguna pena ni condena suficiente para resarcir el dolor de sus padres, es obvio que unas sentencias condenatorias y el respectivo resarcimiento por parte del Estado serían un buen comienzo en la reconstrucción de nuestro maltrecho sistema judicial y una rendija que sirva para la reconciliación de nuestra sociedad.

Negar que en este país existan presos políticos es, en todo caso, negar la existencia misma del problema. Lo es también negar que ha habido muertos causados por la represión política, o por la negligencia del Estado en el cuidado de quienes tienen bajo su custodia, como es el lamentable caso de la muerte del general Raúl Isaías Baduel, a causa del COVID 19; sobre todo para un gobierno que se declara defensor de los derechos humanos, porque el problema no está en cómo se anuncia la muerte de un preso político, sino en la opacidad y la poca información que suministran los organismos encargados sobre el particular, porque, independientemente de quién sea el sujeto, si banalizamos o le restamos importancia a la muerte de cualquier persona reduciéndola a un número y haciéndola parte de una estadística, en ese momento entramos en una especie de agujero negro que se va tragando todo, que nos hace insensibles e indiferentes ante el dolor de los otros y que nos impide luchar para trabajar por los cambios necesarios.

Es imperativo por parte de todos los involucrados hacer lo necesario para que este tipo de prácticas desaparezcan, y nos encaminemos así hacia la construcción de un sistema de justicia que prevenga estas aberraciones y que castigue severamente a quienes las comentan u ordenen.      

@danielgodoyp