OPINIÓN

PANAMÁ SE LO MERECE

Por: Rodolfo Godoy Peña

Aún recuerdo la agradable impresión que me produjo la visita que hice a Panamá en 2010. Era una ciudad pujante y luminosa, llena de rascacielos y de autopistas que se erigían sobre el mar con paseos peatonales que se habían ganado empujándolo costa afuera y donde una pintoresca ciudad caribe colonial se refaccionaba para recuperar el esplendor de aquel puerto donde alguna vez llegó todo la plata y el oro del Potosí para ser trasportado a Europa, pues otrora como ahora es más fácil atravesar el istmo que el continente para pasar del Pacifico al Atlántico.

Transitar la Calzada de Amador (Causeway) que une a las islas Perico, Nao y Flamenco -que forman un archipiélago frente a la Bahía de Panamá y que se conectan a tierra firme a través de una vía sobre el mar construida con la tierra excavada del Canal- y desde allí contemplar la silueta de los enormes edificios que bordean la costa contraria a esa vía y que se asemeja mucho a la fisionomía de Miami Beach, es de una belleza impactante.

Esa impresión fue todavía más contrastante frente a lo que guardaba en mi memoria de lo que era Panamá a finales del siglo XX porque debido a mis estudios de postgrado en México viajaba a Venezuela con la frecuencia que se le permitía a un estudiante y en aquellos años no había vuelos que conectaran, sin escalas, a Ciudad de México con Caracas. En la oferta de las agencias de viajes de la época había varias opciones, pero la más directa y la menos complicada era haciendo escala en Panamá pues la de Miami era más larga mientras que la de Bogotá era muy incómoda por el hecho de que a los vuelos que se originaban en Colombia – por el tema del narcotráfico – los sometían a dobles controles y revisiones que hacían el periplo más fatigoso.

En algunas de esas paradas, Panamá no solamente me sirvió de escala técnica sino también de destino turístico y me permitió conocer ese país en los inicios del siglo XXI: un país típicamente centroamericano con una pobreza galopante, lleno de casas de madera semiderruidas en zonas de hacinamiento como El Chorrillo que todavía mostraban las cicatrices de la invasión norteamericana de 1989, y con calles en deplorable estado llenas de niños que jugaban sin camisa y sin zapatos. El turismo en Panamá se limitaba a la compra de equipos electrónicos en la ciudad caribeña de Colón o la visita a la monumental obra del Canal, que fue y sigue siendo una proeza del ingenio humano conquistando al medio.

Unos años después Panamá vivió un importante flujo de migrantes venezolanos que buscaban salir del país y la internacionalización de sus negocios frente a la inestabilidad política que sufría Venezuela desde la llegada al poder de Hugo Chávez; y eso porque Panamá era un destino más acogedor que otros países ya que se situaba a menos de dos horas de Maiquetía, su cultura era latinoamericana, se hablaba español y la economía estaba dolarizada siendo que este pequeño país había crecido ininterrumpidamente desde el año 2000 y presentaba oportunidades de negocios que, en mercados más maduros, hacia más ardua la competencia. Era la meca de migración venezolana para principios de siglo XXI.

Adicionalmente a eso Panamá conservaba, por su situación de colonia de Estados Unidos, un sistema de credulidad en la palabra que lo hacía diferente de otros países americanos donde la palabra no vale; así cómo porque funcionaban los servicios públicos, había seguridad social, existía el crédito bancario, la inflación estaba controlada y la tramitación de documentos era fluida, es decir, toda una serie de ventajas que para los venezolanos comenzaban a estar limitadas y, en bastantes casos, vedadas.

Y, lo más importante, su gente porque son un pueblo cálido y receptivo a la migración pues como ellos mismos lo declaran Panamá está forjada en un “Crisol de Razas”. Atesoro en mi recuerdo el haber podido compartir con panameños extraordinarios como mi amigo el Dr. Raúl Vaccaro con quien adelanté algunos casos en el ejercicio profesional y que es uno de los hombres más ilustrados, con alto sentido ético y cultos que conozco; o con la Hermana Neila Young que dirigía la institución educativa donde se formaron mis hijas y quien ejerció de ductora moral desde la “ternura” de la autoridad para inculcarles que el Evangelio no se pregona, se practica.

Hoy  – lamentablemente  – Panamá se encuentra sumida en el caos y enfrentando una convulsión social y política que la mantiene en vilo, con sus vías de comunicación cortadas y con intentos de negociación frustrados entre el gobierno y los actores de la sociedad civil. Esta crispación social, sin embargo, es una situación que a quienes conocemos ese país no nos sorprende porque Panamá, al igual que otros emblemáticos casos en América Latina como lo fue en su momento Chile, han sido usados por el capitalismo para “probar” su teoría del goteo de la riqueza, países donde el neoliberalismo se asienta para mostrar el “músculo” de su modelo económico y presentarlo como la gran panacea a los problemas del mundo y especialmente de Latinoamérica.

Pero resulta que no: al igual que en Chile el bienestar del país no se mide por reuniones en hoteles cinco estrellas ni por rascacielos hechos por Trump como en las ciudades del “primer” mundo ya que eso, a fin de cuentas, no es suficiente para que los países se vean satisfechos en sus legítimas demandas sociales.

Panamá presenta hoy los índices de inequidad más altos de América y es un país donde por mucho tiempo el sistema no se dedicó a darle más oportunidades a los más desfavorecidos, sino que por el contrario se dedicó a invisibilizarlos detrás de muros y paredes, avasallándolos con metros cuadrados de lujo inalcanzable para la mayoría.

Es también ese país que gozando de la mayor cantidad de agua del orbe por kilómetro cuadrado  -tanto así que el Canal originario desahogaba en el mar los millones de galones de agua dulce requerida para su funcionamiento durante más de 100 años- pero el 70% de su población en algunos sectores no tiene acceso a ese servicio; y es ese mismo país en el cual, por ejemplo, la marca Porsche mostraba los índices más altos de camionetas vendidas por habitante pero en el que la mayoría de sus ciudadanos deben sufrir los rigores de viajar en los llamativos “diablos rojos”. Era, y es, la lacerante desigualdad panameña.

La conclusión sigue siendo la misma y se repite en nuestros países una y otra vez: apostar todo a un sistema económico que privilegia como política al “objeto” y no al “sujeto” está destinada al fracaso porque a la gente le importa muy poco el crecimiento del PIB o la macroeconomía si con su trabajo y su esfuerzo no puede darle de comer a sus hijos.

Deseo con fuerza que Panamá logre el cambio ambicionado, pero sin violencia y que, sin pasar por el trance de demoler el sistema, logre transitar una vía que le permita construir una sociedad más justa sin el fantasma de la anarquía. Panamá se lo merece.

@rodolfogodoyp

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