OPINIÓN

La Maledicencia

Por: Linda D’ambrosio

Durante mis años de docencia universitaria realicé en varias oportunidades un experimento que venía al caso, por tratarse de una asignatura que giraba en torno a la comunicación. Pedía a varios alumnos que salieran del aula y, acto seguido, leía en voz alta un texto llevado ex professo para la ocasión, casi siempre una historia.

Uno de los estudiantes que habían permanecido en el interior debía narrar la historia leída a uno de los que habían salido. Este, a su vez, debía referirla al siguiente. Uno tras otro, iban entrando y contándose respectivamente la trama.

El grupo era testigo de las sucesivas modificaciones que iba sufriendo el texto. Fragmentos de información, a veces relevantes para explicar por qué habían ocurrido ciertos sucesos, iban perdiéndose al pasar de una a otra persona, e iban añadiéndose detalles que nunca habían estado en la historia original y que formaban parte de la cosecha personal de cada narrador. Lo que escuchaba el último de los estudiantes no tenía nada que ver con el relato original. Por último, se daba lectura de nuevo a la narración y se percibía el contraste entre la versión escrita y la que había llegado al último estudiante.

De manera semejante al teléfono que jugábamos cuando éramos niños, en el que cada quien iba susurrando al oído del siguiente lo que a su vez había escuchado, el experimento de la universidad ponía en luz en qué momento y cómo se había modificado la historia. Los cambios ni siquiera se habían operado deliberadamente, ni con una intención específica: simplemente la historia, particularmente al perder fragmentos de información, iba dejando vacíos explicativos que el receptor llenaba con sus propias conjeturas, derivadas de su contexto y de su historia personal.

Para los estudiantes era interesante percibir también cómo los mensajes se descifran de acuerdo a los códigos de cada quien: tres peces enviados para el gato de cierta amiga pueden significar una amenaza en el ámbito de los mafiosos…

Esta actividad, hilarante en muchos casos, no tiene nada de graciosa en la vida real. Se reconducen reputaciones y se destruyen vidas a través de los cambios por los que atraviesa la divulgación de algún suceso. Es algo que conocemos muy bien quienes trabajamos en los medios, y que llama especialmente a nuestro sentido de la ética. En ocasiones una historia puede parecer jugosa y atractiva y, precisamente por eso, se utiliza para concitar la atención del público, sin tomar en cuenta el impacto que pueda tener en la vida de los protagonistas.

Umberto Eco afirmaba que las redes le habían dado voz a un sinnúmero de idiotas. Siempre discrepé de esta afirmación: pienso que las redes han democratizado el derecho a comunicar masivamente una idea, anteriormente restringido al criterio editorial de un medio. Pero debo convenir en que tenía razón: cualquiera puede decir ahora cualquier cosa sin pasar por ningún tipo de filtros, y a menudo con daños a terceros.

Mi reflexión apunta a ser cuidadosos, en primer lugar, en lo que decimos, y en segundo lugar en lo que creemos.

Por otra parte, si bien debemos vigilar qué mensajes transmitimos con nuestras palabras, nuestras acciones y hasta con nuestra indumentaria (la historia de nosotros que le contamos al mundo) tampoco podemos permitir que nuestra vida se vea gobernada por el qué dirán.

Y, finalmente, creo que debemos ser especialmente escrupulosos con respecto a las informaciones que divulgamos acerca de otras personas pues, como ya aseveraba el religioso español Luis Coloma, uno de los escritores que más admiro: “cuán difícil es arrancar a la maledicencia la tajada de honra en que ha hincado ya el diente”.

linda.dambrosiom@gmail.com

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